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y de corazón. Yo no sabía lo que he hecho hasta que te he oído. Tú y no yo has hecho mi cuadro, tú!

Y abrazáronse llorando los dos amigos de siempre entre los clamorosos aplausos y vivas de la concurrencia puesta en pie. Y al abrazarse le dijo a Joaquín su demonio: «Si į pudieses ahora ahogarle en tus brazos...!»

-Estupendo!-decían.—Qué orador! Qué discurso! Quién podía haber esperado esto? Lástima que no se haya traído taquígrafos!

-Esto es prodigioso-decía uno.-No espero volver a oir cosa igual.

-A mi-añadía otro-me corrían escalofríos al oirlo.

Pero mírale, mírale qué pálido está! Y así era. Joaquín, sintiéndose, después de su victoria, vencido, sentía hundirse. en una sima de tristeza. No, su demonio no estaba muerto. Aquell discurso fué un éxito como no lo había tenido, como no volvería a tenerlo, y le hizo concebir la idea de dedicarse a la oratoria para adquirir en ella gloria con que oscurecer la de su amigo en la pintura

-Has visto cómo lloraba Abel?-decía uno al salir.

-Es que este discurso de Joaquín vale por todos los cuadros del otro. El discurso ha hecho el cuadro. Habrá que llamarle el cuadro del discurso. Quita el discurso y qué queda del cuadro? Nada! A pesar del primer premio.

Cuando Joaquín llegó a casa, Antonia salió a abrirle la puerta y a abrazarle:

-Ya lo sé, ya me lo han dicho. Así, así! Vales más que él, mucho más que él; que sepa que si su cuadro vale será por tu discurso.

-Es verdad, Antonia, es verdad, pero... -Pero qué? Todavía... --Todavía, sí. No quiero decirte las cosas que el demonio, mi demonio, me decía mientras nos abrazábamos... -No, no me las digas, cállate!

-Pues tápame la boca. Y ella se la tapó con un beso largo, cálido, húmedo, mientras se le nublaban de lágrimas los ojos.

-A ver si así me sacas el demonio, Antonia, a ver si me lo sorbes.

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-Sí, para quedarme con él, no es eso?y procuraba reirse la pobre.

-Sí, sórbemelo, que a ti no puede hacerte daño, que en ti se morirá, se ahogará en tu sangre como en agua bendita...

Y cuando Abel se encontró en su casa, a solas con su Helena, ésta le dijo:

-Ya han venido a contarme lo del discurso de Joaquín. Ha tenido que tragar tu triunfo... ha tenido que tragarte...!

-No hables así, mujer, que no le has oído. -Como si le hubiese oído. -Le salía del corazón. Me ha conmovido. Te digo que ni yo sé lo que he pintado hasta que no le he oído a él explicárnoslo.

-No te fíes... no te fíes de él... cuando tanto le ha elogiado, por algo será...

:-Y no puede haber dicho lo que sentía?

-Tú sabes que está muerto de envidia de ti... -Callate.

-Muerto, sí, muertito de envidia de ti... -Cállate, cállate, mujer, cállate! -No, no son celos, porque él ya no me

quiere, si es que me quiso... es envidia... envidia...

-Cállate! Cállatel-rugió Abel.
-Bueno, me callo, pero tú verás...

-Ya he visto y he oído y me basta. Cállate, digo!

XV

Pero no, no! Aquel acto heroico no le curó al pobre Joaquín.

«Empecé a sentir remordimiento-escri»bió en su Confesión-de haber dicho lo que »dije, de no haber dejado estallar mi mala »pasión para así librarme de ella, de no haber »acabado con el artísticamente, denunciando »los engaños y falsos efectismos de su arte, »sus imitaciones, su técnica fría y calculada, »su falta de emoción; de no haber matado »su gloria. Y así me habría librado de lo otro, »diciendo la verdad, reduciendo su prestigio »a su verdadera tasa. Acaso Caín, el bíblico, »el que mató al otro Abel, empezó a querer a

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