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»éste luego que le vió muerto. Y entonces fué »cuando empecé a creer: de los efectos de raquel discurso provino mi conversión.»

Lo que Joaquín llamaba así en su Confesión fué que Antonia, su mujer, que le vió no curado, que le temió acaso incurable, fué induciéndole a que buscase armas en la religión de sus padres, en la de ella, en la que había de ser de su hija, en la oración.

- Tú lo que debes hacer es ir a confesarte... Pero, mujer, si hace años que no voy a la iglesia... -Por lo mismo.

-Pero si no creo en esas cosas... -Eso creerás tú, pero a mí me ha explicado el padre cómo vosotros, los hombres de ciencia, creéis no creer, pero creéis. Yo sé que las cosas que te enseñó tu madre, las que yo enseñaré a nuestra hija...

-Bueno, bueno, déjame!
—No, no te dejaré. Vete a confesarte, te

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lo ruego.

-Y qué dirán los que conocen mis ideas?
-Ah, es eso? Son respetos humanos?
Mas la cosa empezó a hacer mella en el co-

razón de Joaquín y se preguntó si realmente no creía y aun sin creer quiso probar si la Iglesia podría curarle. Y empezó a frecuentar el templo, algo demasiado a las claras, como en son de desafío a los que conocían sus ideas irreligiosas, y acabó yendo a un confesor. Y una vez en el confesonario se le desató el alma.

-Le odio, padre, le odio con toda mi alma, y a no creer como creo, a no querer creer

1 como quiero creer, le mataría...

—Pero eso, hijo mío, eso no es odio; eso es más bien envidia.

-Todo odio es envidia, padre, todo odio 1 es envidia.

-Pero debe cambiarlo en noble emulación, en deseo de hacer en su profesión y sirviendo a Dios, lo mejor que pueda...

-No puedo, no puedo, no puedo trabajar. Su gloria no me deja.

-Hay que hacer un esfuerzo... para eso el hombre es libre...

– No creo en el libre albedrío, padre. Soy! médico.

- Pero...

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Inclinóse el padre y besó a la niña dormida, que sonrió al sentirse besada en sueños.

- Ves, Joaquín, también ella te bendice. --Adios, mujer!—Y le dió un beso largo, muy largo.

Ella se fué a rezar ante la imagen de la Virgen.

Corría una maliciosa expectación por debajo de las conversaciones mantenidas durante el banquete. Joaquín, sentado a la derecha de Abel, e intensamente pálido, apenas comía ni hablaba. Abel mismo empezó a temer algo.

A los postres se oyeron siseos, empezó a cuajar el silencio, y alguien dijo: «Que hable!» Levantóse Joaquín. Su voz empezó temblona y sorda, pero pronto se aclaró y vibraba con un acento nuevo. No se oía más que su voz, que llenaba el silencio. El asombro era general. Jamás se había pronunciado un elogio más férvido, más encendido, más lleno de admiración y de cariño a la obra y a su autor. Sintieron muchos asomarseles las lágrimas cuando Joaquín evocó aquellos días

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de su común infancia con Abel, cuando ni uno ni otro soñaban lo que habrían de ser.

«Nadie le ha conocido más adentro que yo -decía;—creo conocerte mejor que me co-, nozco a mí mismo, más puramente, porque de nosotros mismos no vemos en nuestras entrañas sino el fango de que hemos sido hechos. Es en otros donde vemos lo mejor de nosotros y lo amamos, y eso es la admiración. El ha hecho en su arte lo que yo habría querido hacer en el mío, y por eso es uno de mis modelos; su gloria es un acicate para mi trabajo y es un consuelo de la gloria que no he podido adquirir. El es nuestro, de todos, él es mío sobre todo, y yo, gozando su obra, la hago tan mía como él la hizo suya creándola. Y me consuelo de verme sujeto a mi medianía...)

Su voz lloraba a las veces. El público estaba subyugado, vislumbrando oscuramente la lucha gigantesca de aquel'alma con su demonio.

«Y ved la figura de Cain-decía Joaquín dejando gotear las ardientes palabras,—del trágico Cain, del labrador errante, del pri

mero que fundó ciudades, del padre de la industria, de la envidia y de la vida civil, vedla! Ved con qué cariño, con qué compasión, con qué amor al desgraciado está pintada. Pobre Cain! Nuestro Abel Sánchez admira a Caín como Milton admiraba a Satán, está enamorado de su Caín como Milton lo estuvo de su Satán, porque admirar es amar y amar es compadecer. Nuestro Abel ha sentido toda la miseria, toda la desgracia inmerecida del que mató al primer Abel, del que trajo, según la leyenda bíblica, la muerte al mundo. Nuestro Abel nos hace comprender la culpa de Cain, porque hubo culpa, y compadecerle y amarle... Este cuadro es un acto de amor

Cuando acabó Joaquín de hablar medió un silencio espeso, hasta que estalló una salva de aplausos. Levantóse entonces Abel y, pálido, convulso, tartamudeante, con lágrimas, en los ojos, le dijo a su amigo:

—Joaquín, lo que acabas de decir vale más, mucho más que mi cuadro, más que todos los cuadros que he pintado, más que todos los que pintaré... Eso, eso es una obra de arte

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