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-Sí, hijo mío, sí, si uno se arrepiente, pero vuelve a pecar y vuelve a arrepentirse y sabe cuando peca que se arrepentirá y sabe cuando se arrepiente que volverá a pecar, y acaba por pecar y arrepentirse a la vez; no es así?

-El hombre es un misterio-dijo León Gómez.

-Hombre, no digas sandeces!-le replicó Federico.

-Sandez, por qué?

-Toda sentencia filosófica, así, todo axioma, toda proposición general y solemne, enunciada aforísticamente, es una sandez. -Y la filosofía, entonces?

-No hay más filosofia que ésta, la que hacemos aquí...

-Sí, desollar al prójimo.

-Exacto. Nunca está mejor que desollado. Al levantarse la tertulia, Federico se acercó a Joaquín a preguntarle si se iba a su casa, pues gustaría de acompañarle un rato, y al decirle éste que no, que iba a hacer una visita allí, al lado, aquél le dijo:

-Sí, te comprendo; eso de la visita es un

achaque. Lo que tú quieres es verte solo. Lo comprendo.

-Y por qué lo comprendes?.

-Nunca se está mejor que solo. Pero cuando te pese la soledad, acude a mí. Na

die te distraerá mejor de tus penas.

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-Y las tuyas?-le espetó Joaquín.

-Bah! ¡Quién piensa en eso...!
Y se separaron.

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XXIII

Andaba por la ciudad un pobre hombre necesitado, aragonés, padre de cinco hijos y que se ganaba la vida como podía, de escribiente y a lo que saliera. El pobre acudía con frecuencia a conocidos y amigos, si es que un hombre así los tiene, pidiéndoles con mil pretextos que le anticiparan dos o tres duros. Y lo que era más triste, mandaba a alguno de sus hijos, y alguna vez a su mujer, a las casas de los conocidos con cartitas de petición. Joaquín le había socorrido algunas veces, sobre todo cuando le llamaba a que viese, como médico, a personas de su familia. Y hallaba un singular alivio en socorrer a aquel pobre hombre. Adivinaba en él una víctima de la maldad humana.

Preguntóle una vez por él a Abel.

-Sí, le conozco-le dijo éste, y hasta le tuve algún tiempo empleado. Pero es un haragán, un vago. Con el pretexto de que tiene que ahogar sus penas, no deja de ir ningún día al café, aunque en su casa no se encienda la cocina. Y no le faltará su cajetilla de ci- , garros. Tiene que convertir sus pesares en humo.

-Eso no es decir nada, Abel. Habría que ver el caso por dentro...

-Mira, déjate de garambainas. Y por lo que no paso es por la mentira esa de pedirme prestado y lo de «se lo devolveré en cuanto pueda... Que pida limosna y al avío. Es más claro y más noble. La última vez me pidió tres duros adelantados y le di tres pesetas, pero diciéndole: «Y sin devolución!» Es un haragán! --Y qué culpa tiene él...!

-Vamos, sí, ya salió aquello, qué culpa tiene...

-Pues claro! De quién son las culpas?

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