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Entonces me atrevo a convidarte a la boda, en mi nombre... -Y en el de ella, eh?

-Sí, en el de ella también. -Lo comprendo. Iré a realzar vuestra dicha. Iré.

Como regalo de boda mandó Joaquín a Abel un par de magníficas pistolas damasquinadas, como para un artista.

-Son para que te pegues un tiro cuando te canses de mi-le dijo Helena a su futuro marido.

-Qué cosas tienes, mujer!

-Quién sabe sus intenciones... Se pasa la vida tramándolas..

«En los días que siguieron a aquel en que ome dijo que se casaban-escribió en su Con»fesión Joaquín-sentí como si el alma toda »se me helase. Y el hielo me apretaba el co»razón. Eran como llamas de hielo. Me cos »taba respirar. El odio a Helena, y sol »todo, a Abel, porque era odio, odio f »yas raíces me llenaban el ánimo, s »empedernido. No era una m

era »un témpano que se me ha

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salma; era, más bien, mi alma toda conge»lada en aquel odio. Y un hielo tan crista»lino, que lo veía todo a su través con una »claridad perfecta. Me daba acabada cuenta »de que razón, lo que se llama razón, eran »ellos los que la tenían; que yo no podía ale»gar derecho alguno sobre ella; que no se »debe ni se puede forzar el afecto de una mu»jer, que, pues se querían, debían unirse. Pero sentía también confusamente que fuí »yo quien les llevó, no sólo a conocerse, sino »a quererse, que fué por desprecio a mí por » »lo que se entendieron, que en la resolución de »Helena entraba por mucho el hacerme ra»biar y sufrir, el darme dentera, el rebajarme »a Abel, y en la de éste el soberano egoísmo »que nunca le dejó sentir el sufrimiento aje»no. Ingenuamente, sencillamente no »daba cuenta de que existieran otros. Los »demás éramos para él, a lo sumo, modelos »para sus cuadros. No sabía ni odiar; tan lleno de sí vivía.»

>>Fuí a la boda con el alma escarchada de »odio, el corazón garapiñado en hielo agrio no »pero sobrecojido de un mortal terror, te

se

»criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las en»trañas de mi alma. Odio? Aun no quería »darle su nombre, ni quería reconocer que »nací, predestinado, con su masa y con su »semilla. Aquella noche nací al infierno de mi »vida.

IV

-Helena-le decía Abel,-eso de Joaquín me quita el sueño...!

-El qué?

-Cuando le diga que vamos a casarnos no sé lo que va a ser. Y eso que parece ya tranquilo y como si se resignase a nuestras relaciones... -Sí, bonito es él para resignarse!

La verdad es que esto no estuvo del todo bien.

-Qué? También tú? Es que vamos a ser las mujeres como bestias, que se dan y prestan y.alquilan y venden?

-No, pero...

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-Pero qué?

-Que fué él quien me presentó a ti, para que te hiciera el retrato, y me aproveché...

-Y bien aprovechado! Estaba yo acaso comprometida con él? Y aunque lo hubiese estado! Cada cual va a lo suyo. -Sí, pero...

-Qué? Te pesa? Pues por mí... Aunque si tú me dejases ahora, ahora que estoy comprometida y todas saben que eres mi novio oficial y que me vas a pedir un día de estos, no por eso buscaría a Joaquín, no! Menos que nunca! Me sobrarían pretendientes, así, como los dedos de las manos—y levantaba sus dos largas manos, de ahusados dedos, aquellas manos que con tanto amor pintara Abel, y sacudía los dedos, como si revolotearan.

Abel le cojió las dos manos en las recias suyas, se las llevó a la boca y las besó alargadamente. Y luego en la boca...

-Estate quieto, Abel!

—Tienes razon, Helena, no vamos a turbar nuestra felicidad pensando en lo que sienta y sufra por ella el pobre Joaquín...

--Pobre? No es más que un envidioso!

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