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que se muera, no debo dejarlo, está comprometido mi honor, y luego... necesito que vival

Y al decirse este: «necesito que viva!», temblábale toda el alma, como tiembla el follaje de una encina a la sacudida del huracán.

«Fueron unos días atroces aquellos de la »enfermedad de Abel-escribía en su con»fesión el otro-unos días de tortura increí»ble. Estaba en mi mano dejarle morir, aun »más, hacerle morir sin que nadie lo sospe»chase, sin que de ello quedase rastro al»guno. He conocido en mi práctica profesio»nal casos de extrañas muertes misteriosas »que he podido ver luego iluminadas al trá»gico fulgor de sucesos posteriores, una nue»va boda de la viuda y otros así. Luché en»tonces como no he luchado nunca conmigo »mismo, con este hediondo dragón que me »ha envenenado y entenebrecido la vida.

» Estaba allí comprometido mi honor de mé... »dico, mi honor de hombre, y estaba com

»prometida mi salud mental, mi razón. Com»prendí que me agitaba bajo las garras de la

»locura; vi el espectro de la demencia ha»ciendo sombra a mi corazón. Y vencí. Salvé »a Abel de la muerte. Nunca he estado más »feliz, más acertado. El exceso de mi infe»licidad me hizo estar felicísimo de acierto.>>

-Ya está fuera de todo cuidado tu... marido-le dijo un día Joaquín a Helena.

--Gracias, Joaquín, gracias, y le cojió la mano, que él se la dejó entre las suyas;-no sabes cuánto te debemos...

-Ni vosotros sabéis cuánto os debo...

- Por Dios, no seas así... ahora que tanto te debemos, no volvamos a eso...

-No, si no vuelvo a nada. Os debo mucho. Esta enfermedad de Abel me ha enseñado mucho, pero mucho...

-Ah, le tomas como a un caso?
-No, Helena, no; el caso soy yo!
-Pues no te entiendo.

-Ni yo del todo. Y te digo que estos días luchando por salvar a tu marido...

-Di a Abel!

-Bien, sea; luchando por salvarle he estudiado con su enfermedad la mía y vuestra felicidad y he decidido... casarme!

---Ah, pero tienes novia?

-No, no la tengo aún, pero la buscaré. Necesito un hogar. Buscaré mujer. O crees tú, Helena, que no encontraré una mujer que me quiera?

-Pues no la has de encontrar, hombre, pues no la has de encontrar..!

-Una mujer que me quiera, digo.

-Sí, te he entendido, una mujer que te quiera, sí!

-Porque como partido...

—Sí, sin duda eres un buen partido... joven, no pobre, con una buena carrera, empezando a tener fama, bueno...

-Bueno... sí, y antipático, no es eso? -No, hombre, no; tú no eres antipático! -Ay, Helena, Helena, dónde encontraré úna mujer...

-Que te quiera?

-No, sino que no me engañe, que me diga la verdad, que no se burle de mí, Helena, que no se burle de mí...! Que se case conmigo por desesperación, porque yo la mantenga, pero que me lo diga...

-Bien has dicho que estás enfermo, Joaquín. Cásate!

-Y crees, Helena, que hay alguien, hombre o mujer, que pueda quererme?

-No hay nadie que no pueda encontrar quien le quiera.

-Y querré yo a mi mujer? Podré quererla, dime?

-Hombre, pues no. faltaba más...

-Porque mira, Helena, no es lo peor no şer querido, no poder ser querido; lo peor es no poder querer.

-Eso dice don Mateo, el párroco, del demonio, que no puede querer.

-Y el démonio anda por la tierra, Helena.

-Cállate y no me digas esas cosas.

Es peor que me las diga a mí mismo.
-Pues cállate!

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Dedicose Joaquín, para salvarse, requiriendo amparo a su pasión, a buscar mujer, los brazos maternales de una esposa en que defenderse de aquel odio que sentía, un regazo en que esconder la cabeza, como un niño que siente terror al coco, para no ver los ojos infernales del dragón de hielo.

Aquella pobre Antonia!

Antonia había nacido para madre; era todo ternura, todo compasión. Adivinó en Joaquín, con divino instinto, un enfermo, un inválido del alma, un poseso, y sin saber de qué, enamoróse de su desgracia. Sentía un misterioso atractivo en las palabras frías

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