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IX

Casóse Joaquín con Antonia buscando en ella un amparo, y la pobre adivinó desde luego su menester, el oficio que hacía en el corazón de su marido y cómo le era un escudo y un posible consuelo. Tomaba por marido a un enfermo, acaso a un inválido incurable, del alma; sų misión era la de una enfermera. Y le aceptó llena de compasión, llena de amor a la desgracia de quien así unía su vida a la de ella..

Sentía Antonia que entre ella y su Joaquín había como un muro invisible, una cristalina y trasparente muralla de hielo. Aquel hombre no podía ser de su mujer, porque no

a

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era de sí mismo, dueño de sí, sino a la vez un enajenado y un poseído. En los más íntimos trasportes del trato conyugal, una invisible sombra fatídica se interponía entre ellos. Los besos de su marido parecíanle besos robados, cuando no de rabia.

Joaquín evitaba hablar de su prima Helena delante de su mujer, y ésta, que se percató de ello al punto, no hacía sino sacarla a colación a cada paso en sus conversaciones.

a Esto en un principio, que más adelante evitó mentarla.

Llamáronle un día a Joaquín a casa de Abel, como a médico, y se enteró de que Helena llevaba ya en sus entrañas fruto de su marido, mientras que su mujer, Antonia, no ofrecía aún muestra alguna de ello. Y al pobre le asaltó una tentación vergonzosa, de que se sentía abochornado, y era la de un diablo que le decía: «Ves? Hasta es más hombre que tú! El, el que con su arte resucita e inmortaliza a los que tú dejas morir por tu

a torpeza, él tendrá pronto un hijo, traerá un nuevo viviente, una obra suya de carne y sangre y hueso al mundo, mientras tú... Tú acaso no seas capaz de ello... Es más hombre

que tú!»

Entró mustio y sombrío en el puerto de su hogar.

- Vienes de casa de Abel, no?-le preguntó su mujer.

-Sí. En qué lo has conocido?

-En tu cara. Esa casa es tu tormento. No debías ir a ella...

a -Y qué voy a hacer?

-Excusarte! Lo primero es tu salud y tu tranquilidad...

-Aprensiones tuyas... —No, Joaquín, no quieras ocultarmelo...y no pudo continuar, porque las lágrimas le ahogaron la voz.

Sentose la pobre Antonia. Los sollozos se le arrancaban de cuajo. ---Pero qué te pasa, mujer, qué es eso...?

-Dime tú lo que a ti te pasa, Joaquín, confíamelo todo, confiésate conmigo... -No tengo nada de que acusarme...

-Vamos, me dirás la verdad, Joaquín, la verdad?

El hombre vaciló un momento, parecien

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do luchar con un enemigo invisible, con el diablo de su guarda, y con voz arrancada de una resolución súbita, desesperada, gritó casi: -Sí, te diré la verdad, toda la verdad! -Tú quieres a Helena; tú estás enamorado todavía de Helena.

No, no lo estoy! no lo estoy! lo estuve; pero no lo estoy ya, no!

-Pues entonces?...

-Entonces, qué?

-A qué esa tortura en que vives? Porque esa casa, la casa de Helena, es la fuente de tu malhumor, esa casa es la que no te deja vivir en paz, es Helena...

-Helena no! Es Abel!

-Tienes celos de Abel?

-Sí, tengo celos de Abel; le odio, le odio, le odio-y cerraba la boca y los puños al decirlo, pronunciándolo entre, dientes.

Tienes celos de Abel... luego quieres a Helena.

-No, no quiero a Helena. Si fuese de otro no tendría celos de este otro. No, no quiero a Helena, la desprecio, desprecio a la pava real esa, a la belleza profesional, a la modelo

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